viernes, 15 de enero de 2010

parte de una historia

El poeta latino Horacio aconsejaba la áurea mediocridad. Creo que tenía algo que ver con no desfallecer en los envates adversos de la fortuna, ni envalentonarse demasiado cuando aciertas en la jugada. Supongo que la expresión "cara de póker" es una versión posible del consejo del poeta que escribía en latín. La otra noche en La Gramola dio unos pocos motivos para desfallecer, pero más para salir envalentonado. Allí me alegró ver al poeta palestino (denominación de origen lizundiana), y cómo después se encontró el judío que canta a EE. UU., que como no le da por la poesía, no podemos presumir en aquí de tener a otro autor de Hojas de hierba. En fin, Orlando mostró lo mejor de sí mismo y el propalestino y el projudío se entendieron esa noche. Ojalá sea un símbolo de encuentros más decisivos, en esa zona llamada Oriente Próximo. ¿O era Oriente Medio? En fin, el afecto es un sentimiento que escasea en este mundo de perros. No puedo, sin embargo, tener ningún por alquien a, quien en otro tiempo llamé el poeta perjuro, que casi entramos a la vez en el dichoso pub de un ron cuatro euros (Lizundia pagó dos rondas: Marcelino el oyente, Orlando, mi hermana, él y yo). Cara está la poesía. En fin, ya no creo que ese señor sea poeta, y en todo caso un pequeñito perjuro. No le guardo rencor. Pero no me nace saludarlo, ni él a mí, cosa que le agradezco.
A quien si me nace saludar, y abrazar, si es que no está con el clima torcido, es a Pedro. Su oratoria y sus historias de cuando nuestra alegre juventud llenó con aire fresco nuestros ánimos, por lo menos los míos. Y creo que también los de Marcelino. Marcelino, Linzundia y éste que escribe salimos de la calle de Los Sueños (ex Sanjurgo), y pisamos la rambla, por el mismo sitio que, una noche, antes del viaje a Pamplona, vi a don José Rodríguez (director de El Día), y me pareció un hombre de respeto, de respeto telúrico más que racional. No lo relacioné con el gran Editorialista, al que podremos llamar, como si fuese personaje de cuento, don Pepito. En ese mismo tramo de la rambla nos acogió el saludo cordial de Pedro. Saludo a mí y a Marcelino; a Lizundia, indirectamente, poco menos que le dijo que era un esbirro de Cabeza de Vaca (como si Cabeza de Vaca siguiese gobernando en Diario de Avisos). El bilbaíno-canario (aunque todavía sigue pronunciando vosotros), mantuvo el tipo, y obsesionado, como sabemos, por llevar a cabo un estudio sobre el independetismo local (que nos ilustrará a todos un poquito, estoy seguro), entró al trapo y mantuvo una discusión que fue bien, dentro de lo que cabe, en El Parra, pero llegó un momento en que recordé la época inglesa de Pedro. Decía él que los ingleses tenían un problema humano grave, que no se tocaban (salvo cuando están borrachos, añado de mi propia cosecha). Con afecto, en un momento dado, Lizundia puso la mano en el hombro de Pedro (no en la cintura, como a veces acostumbra mi primo David) y Pedro dijo con voz seca: "Quítame la mano de encima". José María, poco después dijo adiós y se fue. Le dije a Pedro que un error grave era equivocarse de enemigos, de tener como enemigo a quien no lo es, pero no sé si me oyó. Él y Marcelino entraron en el bar de enfrente, de El Parra, más económico, y yo, osado como un beodo... (esta parte la censuro, ustedes se harán cargo).

Puede que la razón tenga su parte necesaria en el discurso humano, pero hay algo que está por debajo de la razón (o por encima) que es más fuerte. Podemos comprender racionalmente que un amigo ande jugando con nuestra confianza, pero las tripas lo sienten como una falta de respeto. En fin, esto es otra historia. Y ya la contaré, si las musas me visitan.
Lo que no pude contar aquí ahora es el recital en sí. Quería tener delante los versos de Lojendio, que me impresionaron, sobre todos los recitados por su nieta, pero creo que mi cuñado se llevó el cuadernillo que reparten en La Gramola.

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