domingo, 7 de febrero de 2010

domingo San Andrés-Orotava-San Andrés

Apenas empieza a entrar el sol por la ventana. Ajeno al sol y al nuevo día, sueño, en el séptimo cielo. Mi padre abre la puerta del cuarto y me despierta.
--Chito, Raimundo que llamó para que le des un número de teléfono. Vete y llámalo.
Que lo llame Rita. Pero es inútil, no recupero el séptimo cielo. Se perdió, se esfumó. Me levanto, pongo la cafetera al fuego. Saco a Thor a la calle, a que mee, cague y coma de la hierba que hay entre los dos barrancos. La hierba lo mantiene vivo. A mí también.
Hoy toca viaje a La Orotava, un nuevo o repetido cuento del mago y su cuñado Raimundo. También irá gente del Sur y hay comelona en la finca La Hacienda Perdida, con vistas al Teide, al mar del norte y al resto de la Orotava, desde las alturas. La gente del sur son dos matrimonios. Mujeres expansivas, no paran de reír, y hombres más bien callados, sobrios. Sobre la mesa, escaldón, ensaladas, carne cochino, carne pollo, mojo... Después de la hartada, me echo en una de las colchonetas al aire libre. El día está brumoso. Voy cayendo en un sueño sin contenido, en un nirvana del sueño. Suena el móvil, molesto, chirriante, despertador infame. La melodiosa voz de Anghel Morales me devuelve a la realidad. Cantan los pajaritos, las naranjas tienen el color del horizonte sobre la isla de La Palma y los comensales, en la parte de arriba del patio, charlan amigablemente de política. Anghel me pide una crítica literaria y me informa de que Joel Angelino tuvo que huir a Las Palmas y que no puede ir mañana a la radio.
Si me hubiese llamado un poco más tarde, con una taza de café en una mano y el móvil en la otra, le hubiese hecho la crítica, ya puesta en marcha la máquina de pensar sobre el pensar, estilo Marcelino.
Me incorporo a los comensales contertulios. En una mesa redonda junto a una respetable jaula con pájaros, mi padre y los maridos de las damas. Más adentro, en una mesa alargada junto al fogón, mi cuñado está haciendo un caluroso discurso en defensa de Zapatero. Se ve que el desayuno espiritual del presidente en EE. UU., está despertando la lengua de sus devotos. La discusión, sin embargo, me resbala. Lo que quiero es una taza de café.
--Chito, siéntate aquí al lado mío y échame una mano --rogó una de las damas del Sur.
Se refería a una mano en la discusión, pero algunas mujeres dicen una cosa y te están diciendo otra. Me acordé de un estudio antropológico de Alberto Linares sobre un pueblo del Sur. Allí, en ese pueblo, los celos no tenían lugar donde vivir. Todas ejercían con todos y nadie se asustaba ni se llamaban putas unas a las otras. Y todos aceptaban y todos consentían y nadie hablaba de cuernos.
Corté las tesis de mi cuñado y ataqué a Zapatero, sin pasión, sin inquina, sin ningún rencor contra el hombre del viento. En realidad no tengo nada contra Zapatero, ni sus artificiales leyes ni su pésima administración ni nada. Pero si una dama me pide que la defienda, la defiendo. Y debió de sentirse bien defendida.
--Chito, tienes que ir al Sur cuando hagamos una fiesta, y si te hace falta...
--Chito, ¿ya llenaste las botellas? --me salva mi padre, como la campana a un bexeador vapuleado. Para agradecer la mano que le eché, la dama defendida me estaba dejando grogui.
Después de llenar las botellas y cargar el maletero del coche con naranjas y limones, cogí con el viejo rumbo a San Andrés. Llegamos de noche.
En el Monterrey, Sheila, Fidelia y Narcisa. Sheila me cuenta que le mandó un sms a una amiga para que la animara a seguir palante con un amor prohibido, y la respuesta de la miga la defraudó. Pobre Sheila. Fidelia me quita de su lado. Hace tiempo me hizo una crítica feroz contra el texto de la contraportada de El pintor asesino.
"¿Tú quién te has creído? ¿Te has creído más que nadie? Eso que escribiste en la contraportada me puso en contra tuya, y no pienso leer tu libro", rugió Fidelia en aquella ocasión. Desde entonces, las veces que la he visto, un saludo tímido, con temor a que me muerda, y se acabó.
Pero esta vez me quitó del lado de Sheila, de sus quejas contra la amiga del sms, y se puso a hablarme con una simpatía que me dejó asombrado. Había leído el libro y le había gustado, pero la contraportada le seguía tocando el... eso.
--El libro habla de San Andrés, bien, todo muy bien, pero la contraportada habla de la luna. A ningún escritor se le ocurre eso, hablar de la luna cuando el libro habla de San Andrés.
Del Monterrey pasamos al Castillo, y ya no sé que argumentos buscar para decirle a Fidelia que ella tiene razón.
--Eh, Jesús, ¿te soltaron de chirona? --Entra el Fatiga en el bar.
Empiezo a comprender por qué lo llaman el Fatiga. Cada vez que me ve, el mismo rollo.
--Mañana te doy una voz en tu ventana, a ver si quieres comprar pescado...
--Mmm... pescadito fresquito, qué rico... --canturrea Fidelia.
--Vale, Fatiga... y dame el mechero.
--Te hice esa crítica de tu novela, y ahora me arrepiento. Pero la crítica sigue en pie... Eso no lo hace ningún escritor.
Le doy la razón, pero la razón no basta, tengo que buscar argumentos para darle la razón con razonamientos lógicos.
--Tú perdona...
Claro que la perdono, y le juro que no lo volveré a hacer.
--¿Tiene un cigarro, maestro? --me dice uno de los moros, el que juega con Iván en la máquina Tijuana.
Le doy el cigarro.
--Oiga, maestro... --bacila Raiko, que juega en la máquina Vikinga.
--Maestro, ¿usted es de este pueblo? --bacila el Fufo.
--Maestro --dice Cristo--, tengo aquí un sudoku gigante...
Con suerte, dejarán de llamarme escritor y me pondrán el nombre de maestro. Ojalá.
--Sí, es un maestro --me defiende Fidelia--, su novela está muy bien, y habla de todos ustedes...

Y mientras escribo lo anterior, sms de Juan Royo. "Imposible ir radio". Y llamada de don Berto Linares. Para quedar esta tarde en S/C, en el búnker...

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