viernes, 12 de noviembre de 2010

Sueños

Anoche tuve un sueño. En realidad todas las noches tengo un sueño. Sueños orbitados por herarcianos agujeros negros. Sucedía en esta casa donde vivo. Esta habitación donde escribo me servía para dormir o descansar, en un camastro con patas largas, maderas sin pulir, tablones oblicuos clavados a las patas de madera, para mantener el equilibrio del camastro. Construido por alguien con remotas nociones de carpintería. Arriba un delgado colchón. Ese sitio donde acostarse funcionaba como alargado peldaño de una escalera que subía a no sé dónde, pero que no auguraba nada que atrayese la curiosidad. De abajo del pueblo, subía una chica joven, por la escalera de la casa que realmente existe, y cuando pasó por aquí se tendió a mi lado. Era un alivio estar con esa chica, como un premio a una vida de incomprenciones humanas, incompresiones como las que poco antes había sufrido afuera en la plazoleta, con una hermana de Gara, vecina que fue en la realidad y ahora vive en Suculum, que me hablaba de una excursión que organizaba la Fiesta del pueblo. Ni ella me entendía a mí, ni yo a ella. Y un folleto que hablaba de esa excursión estaba escrito en dos idiomas, en persa y en chino. Gara, que desde el balcón veía mis apuros por enterarme de algo, bajó a la calle con intención de explicar en cristiano todas las dudas, pero la familia la llamó para ir a la plaza de la iglesia, y se fue. Así que dejé de lado enterarme de la excursión (como el mono que decidió que la nuez estaba verde) y subí a lo que en el sueño era este cuarto, más grande y --además del camastro-- lleno de cachivaches inútiles. Lo único útil que recuerdo eran dos masas de hierro, con un mango de buena y pulida madera, aunque livianas, fáciles de manejar. Cuando estaba con la chica sobre el colchón, vi que mi padre subía las escaleras. Le dije que no entrara en el cuarto, pero como si nada. Entró, quién es ésta, todo eso, y que había ido a buscar no sé si clavos, y les dijo a Domitila que estaba afuera que entrara, y luego a otra vecina más, de las antiguas, hasta que la chica se cansó, se levantó y se fue. Tenía ternura y bondad, pero no era tonta, sino al contrario. Comprendí que se alejara. Ya sin espectáculo, mi padre se fue, con los clavos en una mano y las dos masas de hierro en la otra, y Domitila y la otra se quedaron, con la absurda y maleducada intención de que yo les contara como me había ido con... dijeron el nombre de la chica. Las mandé salir y levanté, por la cabecera, el pequeño colchón, y debajo trozos de metales, y trozos de madera, todo inservible. Como yo, supongo. Así son los sueños.

Abajo, otra vez en la calle, en la puerta de la venta de Francisca estaba el cura actual del pueblo. Me confesó que mi padre había escrito una novela que se titulaba El gato que se va del perro mundo... (algo parecido). Me dio la mano. Un apretón fofo, una mano grasienta. Tengo que hacerte unas preguntas, dijo. ¿Unas preguntas? Esperando, esperando, y el tío hablando con este y con el otro y el de más allá. Lo dejé en banda. Y luego llegaron a la casa, al patio de afuera, dos mujeres a las que llameré Rosaura y Elvira... y esta parte no la cuento, demasiada comedia que no hace reír, túneles que desembocan en una realidad abyecta.... una realidad que me hizo vajar al muellito, hoy en ruinas, y tirarme al mar, con ropa y todo, el mar del muelle, y nadé entre aguas cálidas y acogedoras, nadé hasta que regresé otra vez a tierra, otra vez a los laberintos absurdos y a las escaleras sin sentido.

Bueno, algo sí contaré, porque recuerdo ahora otro sueño anterior que puede que tenga que ver con Elvira. La mujer se ponía molestamente melosa conmigo, como la del personaje femenino del cuento "Perros sueltos", en Ensalada de canónigo (autor J. Ramallo, muy bueno), y yo la apartaba y le decía, a qué viene ahora esto cuando ayer me trataste como si a mi me hubiese parido la boca de una alcantarilla.

Una boca de alcantirilla, redonda, sin tapa, vertical, es lo que vi en ese otro sueño, debajo de una gran pantalla de cine, al aire libre, sobre la que proyectaban una película en color. Y debajo de la tapa se abría un ancho barranco, y a los lados del barranco un prado abierto al cielo donde un numeroso público veía la película, yo incluido. Vi por allí botada una tapa de alcantarilla, y con la fuerza de un hércules la alcé sobre mi cabeza y la lancé a lo lejos, contra el boquete redondo bajo la pantalla. Cayó debajo, en el piso del barranco. Siguió la tranquilidad y el solaz de la cinematografía. Sin embargo, aquel boquete (agujero negro) pareció tener imán y atrajo la tapa de hierro, que no encajó sino que vibraba y hacía ruido y no dejaba oír la película y la gente, como es natural, se enfadó y armó bulla. En fin, que me detuvieron y un polícía de paisano me llevó a la cárcel. El camino a la cárcel, pintoresco. Un tramo era un alambre retorcido, y él y yo gusanos reptando en el alambre... más tramos que no recuerdo, y al final llegamos a la cárcel. Era el mismo sitio de donde habíamos salido. La misma pantalla, pero sin cine, en blanco. Éra de día.

Es curioso. Los sueños no tienen olores.

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