sábado, 12 de mayo de 2012

V (Toby y la carta sin nombre)

Mientras abrí un bloc y dibujaba al natural (no me apunté al curso de dibujo del Museo Histórico de Santa Pus, por 50 euros) en la plaza de Los Llanos, de La Palma, un ciego pasó canturreando un punto cubano y los recuerdos se agolparon. Los recuerdos a veces se ajuntan como uvas en un racimo del purgatorio. Ni ganas de coger ninguno y llevarlo al paladar. Hacer lúgubre literatura es un modo de digerirlos. Su sabor es agrio o amargo. Recordé un perrito lanudo que, no sé por qué, la señora X*** decidió quitarlo de en medio. Le encargó el trabajo a un primo mío, en el pueblo de San Andrés con fama de loco. Tal primo se pasaba todo el día fabricando boliches. Este oficio o esta manía no tiene nada de particular si hubiesen sido los normales boliches de barro que usábamos entonces los chiquillos (los de cristal eran un lujo entonces). Mi primo no, mi primo los hacía de piedra. Recogía callaos de la playa Las Teresitas (cuando la playa era arena negra con la marea vacía y cantos pulidos con la marea llena) y los iba desgastando hasta convertirlos en boliches, en perfectas canicas. La técnica de trabajo no me la pregunten, no la sé. Él se cuidó siempre, mientras vivió, de mantenerla en secreto. La labor con cada piedra podía durar una semana. Que yo sepa, nunca se cansó de esa labor. En fin, a lo que íbamos. Mi primo, obediente, cogió al perrito y lo metió en un saco, junto con unos cuantos callaos; cosió la abertura del saco y por un precipicio que entonces había en el morro de la montaña del ojo, lo lanzó contra las rocas del fondo, por entre las que batían las olas del mar. Mi desconsuelo fue grande. Hasta que olvidé el suceso. Pero el suceso reapareció otro día. Ese día, yo cumplía siete años de edad; vi al perrito de nuevo, caminando presuroso por la plazoleta. Regresaba a casa, con la pelambrera llena de salitre y tiritando de hambre, y se apegó a mí y púsose a correr a mi lado con sus patas ligeras y menudas, el rabo dibujando hélices y las orejas como abanicos abiertos. La alegría compartida duró poco. Hola y adiós. La señora X***, nada más verlo llamó a mi primo y lo riñó por lo mal que había hecho el trabajo. Lo hizo de nuevo. Esta vez mi primo fue más impecable, más preciso, más contundente, y puso toda su atención en la labor de coser el saco, como cuando construía boliches con las piedras de la playa. X*** me dio una cachetada para que se me calmaran los nervios. Toby se llamaba. No lo vi nunca más.

Seguí dibujando. El primer dibujo del bloc era de tres arcanos del Tarot. Aquí si no citas a Jung, estudioso y admirador del Tarot, te ahorcan por ignorante y supersticioso. Ahora, con el orgullo de que a otro de los grandes se le ocurrió lo mismo que a mí, puedo citar a Cortázar. Un libro que llevó Ramón el martes último a la radio. Un libro fruto de un viaje por una autopista. Cortázar antes del viaje pone boca arriba tres arcanos mayores. El vaticinio se cumplió. Las mis tres cartas son la XII (Le Pendu), la I (Le Bateleur) y la XIII (otra cara de la moneda, por el mismo orden, de II (La Papesse), XI (La Force) y III (Limperatrice). El vaticinio no deja lugar a dudas. Chitosky debe morir. Viva La Justicia.
--¿Que desea el caballero? --una camarera rubia y sonriente, que recorría como gacela el circuito de mesas bajo frondosos laureles, más que los de la muralla de San Andrés.
--Un combinado de malos pensamientos.
Ah, la palabra. Cómo conquista la palabra a una mujer bella. Cada vez que no tenía que moverse, se posaba a mi mesa y me hablaba y quién yo era y... el ciego de la plaza repetía la espinela.

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