miércoles, 29 de agosto de 2012

inspectora que parece un hada

Esta mañana me despertó la niña, que se subió a la cama donde duermo y se entretuvo pisándome la espalda. Les puse el desayuno a las dos y fui a dar una vuelta al pueblo cercano. Había dejado la intención de acicalarme para cuando volviera a casa. Y pasa que en la carretera general, me saluda, pelo recogido, pantalón burdeos y camisa azabache, la inspectora. Sorpresa agridulce. Primero temí que me llamase la atención por dejar a esas dos solas, encerradas en la casa. Luego me arrepentí de no haberme aseado como es debido. No me llamó la atención, ni por una cosa ni por otra. Al contrario. Fue la mar de simpática con mi tímido ser, y me invitó a subir a su casa --vive en ese pueblo-- con intención de darme un táper con comida recién hecha. Una casa estupenda, con unas vistas al mar y a las montañas envidiable. Un día de sol diáfano, como la sonrisa y la mirada de mi amiga --creo que ya la puedo llamar así-- la inspectora. Dijo que vendría mañana a visitar a las criaturas, "y a ti", añadió. No digo que regresé saltando de contento a la casa, porque al igual que Kant, la alegría de ser, que a veces me inunda el alma, no permito que me desarbole la sobriedad en los gestos corporales.
A Kant lo tengo todavía en la memoria. La última lectura. Los últimos días de Kant, una versión de De Quincey de lo que escribió un antiguo alumno del filósofo sobre sus últimos días. Ese libro lo dejé en mi casa de La Maldad en la mesa noche, junto con otros títulos: El banquete, de Platón (préstamo de Juan Royo), La madre, de Gorki; El arte de amar y, mejor aún, El arte de desamar, de Ovidio, y un compendio de frases cortas de célebres personajes, en cuyos márgenes he ido añadiendo de propia cosecha. Filosofía para vagos. A mi amiga inspectora le ofrecí algo que tengo en mi casa, que yo no necesito, y quedamos en ir a buscarlo un día próximo. Al parecer, la pequeña y la grande (grande de edad) mujer están acostumbradas a quedarse solas. Respiro aliviado. No cometo ningún pecado por salir un rato por ahi. Cuando vuelvo, las dos criaturas me reciben con alborozo y alegres de verme otra vez. Mi relación con las dos es estupenda. La viejita me dijeron que tenía un poco de celos, pero en estos pocos días que llevo aquí, mis atenciones especiales es posible que le haya curado esa celopatía, pues no le aprecio ningún síntoma. Ni siquiera se ha quejado de mis ronquidos cuando duermo, y eso es decir mucho a mi favor. Creo que estoy hecho para este oficio. Descubro que cuidar a otros es cuidarme a mí mismo. Én la biblioteca de esta casa también hay libros que me colman la curiosidad. Por fin, nunca es tarde, leo la Eneida. O mejor dicho, les leo la Eneida. Los tres en la misma cama. Yo en el centro. Recuerdo viejos tiempos en que trabajaba contándole cuentos (cuentos populares españoles) a niños de edad preescolar. Echo de menos a Carmen. Seguro que está disfrutando de las nobles tierras de Aragón. Dos amigos irán a ver los cuadros de Hopper en septiembre. Qué envidia.

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