domingo, 26 de octubre de 2014

premios

Me dice una amiga que le parece raro no haber encontrado aquí una felicitación a Javier Hernández por su Premio. Los premios que me gustan son los que me dan a mí, y sólo he recibido uno, cuando eran jovencito, pelo largo, ideas cortas, imaginaciones desbocadas, y me alegró el Premio porque me dieron cinco mil pesetas, y la chica más guapa se fijó en mí. La más guapa y la más fea. La más fea me pidió las cinco mil porque las necesitaba (seguramente para chocolate). Ella con familia de alcurnia, de perras, con linaje, y yo hijastro del pueblo, sin más linaje que yo sepa que un bisabuelo jefe de las brujas de Güímar y otro bisabuelo que no reconoció el fruto que preñó en mi bisabuela, de buena familia --según me han contado--, repudiada por la puta familia y abandonada por un cobarde ilustre. Dios lo haya perdonado.
La chica guapa fue una delicia. Me enamoré y, lo de siempre, la abandoné. La ley del destino. Abandonas o te abandonan. La otra, la fea, no me devolvió el dinero nunca. Me pagó poniéndole cuernos al marido. Estaba acostumbrada.
En fin, felicité a Alexis Ravelo por otro Premio y se me distanció un amigo (en el sentido estricto de la palabra). Ya no felicito a nadie, y sí a mí me dan uno, gordo en emolumentos, que me lo merezco, que nadie me felicite y que ninguna (salvo las que yo sé) me pidan el dinero del Premio.

Ilusiones de un iluso. Llevo veinte años pintando, soñando que un día viene a visitarme, implorante, la marquesa Tornamisa y me lleva a exponer en su palacio de Madrid. Por eso no tengo prisa en exponer aquí. Mi pintura, por lo menos algunos cuadros, merecen un palacio, o una casa de putas de alto standing. Dicen que el sabio empieza por lo más sencillo. Exponer donde puedas. Ya expuse en Gijón tres veces. En dos colectivas, con mi amigo entonces Alberto Ámez (que creo que no soportaba mi vena pictórica; el pintor era él, con título de Bellas Artes, señores), y una individual en el café Mimara (de gratos recuerdos) y vendí tres cuadros. Uno era un tuning sobre un cartel publicitario. Convertí el cartel en una danza macabra de carnaval. Orfeo negro. Lo compró una clienta desconocida. Al final de la exposición se lo llevó. Quedé en ir por su casa a cobrarlo. Cobré a la primera. Me pagó las diez mil pelas (era el precio) y me invitó a fumar hachís muy bueno. Sensualismo puro sentados los dos en un sofá. La mujer, con el tiempo, se volvió loca. Pienso que el cuadro no tuvo la culpa, ni la tarde con ella en el sofá tampoco. La recuerdo con afecto.

Aquí, en Tenerife, hicimos una colectiva en el bar que el Brujo tenía en La Laguna. No fue ninguna señora a la inauguración. En fin, más historias pero se me acaban las líneas.
Lo que me interesa ahora de Javier es su novela en sí. Sobre Antonio Bermejo, o mejor dicho, sobre la obra perdida de Antonio Bermejo. Es curioso, una novela que habla de otra novela que se perdió después de ser premiada. Rocambolesca paradoja. 
Antonio Bermejo no me es nada indiferente. Ni como escritor ni como hombre. Antes de saber que era escritor, lo conocí porque acudía mucho a hablar con Antoñito, el vecino frente a entonces mi casa, maricón elegante, una gran persona. En uno de los recuerdos está disfrazado de mujer. Bellísima. 
Dios tenga en su gloria a los dos Antonios. Ahora lo que importa es la memoria. La memoria es lo que vive. Y esto es, en parte, el arte de la novela. 
Espero las de Javier y Juan Royo.
Las novelas son, si valen la pena, las dignas de felicitación. El hombre es engañoso, el más deplorable animal.  

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