martes, 27 de enero de 2015

viaje al Sur. 3

Disculpas por las erratas de la parte 2 de la entrada anterior. Ni ganas de corregirlas. Que queden ahí. Después de muchos años trabajando de corrector en un periódico, al final empecé a amar las erratas, a las que hasta entonces no hice sino asesinar. Errata, símbolo del mundo. 

Leo en El Escbillón blog el anuncio de un nuevo libro de Andrés Sánchez Robayna. En torno al vaso de agua. Es curioso (caso ideal para Jung), lo que aparecía en el sueño con este hombre-autor eran copas de vino. Lo cuento.

Yo estaba en la casa de un pintor de la generación de Gaceta de Arte. Nada que ver con Oscar Domínguez y su mundo complicado. Más cercano a Renoir, que en la película decía que ya hay bastante mierda en el mundo y que no quería pintar locuras. La belleza sin más tiene siempre su sitio.
El pintor observaba con asombro cómo yo lograba, con maneras distintas a la suyas, cuadros que parecían pintados por él. Pasaba la palma de la mano sobre el lienzo, sin óleos ni acrílicos. Sólo la mano. Y en el lienzo aparecían los colores y las figuras que yo previamente había pensado. Hasta que me trabé con un cuadro. No sabía cómo continuarlo. En esto llegó a esa casa Sánchez Robayna. Todo el tiempo lo llamé Luis y él a mí me llamaba Luis. Trabó conversación conmigo, a la manera gesticulante y más o menos graciosa que recuerdo en Antonio de Villena. Junto con el pintor, fuimos a comer. El poeta del silencio y yo nos sentamos juntos a la mesa, en el patio de la casa, con dos copas de vino, camisetas de verano, hacía calor, y una bella comida. Le dije que hace tiempo me interesó bastante su libro Tinta negra (no sé si éste es el título real). En la realidad fue así. Durante unos meses me dediqué a cambiar la naturaleza del libro, la convertí en poesía urbana. Lenguaje en las antípodas del original pero siguiendo el mismo curso. 
En la realidad, el contacto físico que tuve con el poeta fue bastante esporádico. Fue hace mucho en el salón de actos del Cabildo de Tenerife. Cuando terminamos y vinieron las copas, se me acercó y me dijo que le había encantado mi presentación. Me extrañó. En el acto yo había dicho que la mejor manera de presentar un libro era no salirse del libro, y me dediqué, sin más, a leer un capítulo. 
En el sueño me sorprendió su labia amistosa. A punto estuve de pedirle que me ayudara a publicar las Coplas de Juan Cabrón. No me dio tiempo. Desperté.

Desperté y salí a la terraza de la casa de Sita, a ver Los Cristianos desde allí. Antes de acstarnos habíamos estado hablando de la novela de Charlín. Yo planteé un posible caso clínico que Ramón puso en cuarentena y Sita, más sabedora de la cuestión, negó. Ramón, en cambio, se fijó en un detalle que a mí se me había pasado de largo. En cada acto sexual, después de que el escritor penetra, se acopla y se corre en el condón, acto seguido corre a la ducha, como un asesino que se lava las manos --en no recuerdo qué película-- después de cada crimen. ¿Otro caso clínico?

Mejor las berenjenas exquisitas que preparó Ramón al día siguiente. Recordé las escenas gastronómicas de la novelista Escalona.   


No hay comentarios: