viernes, 16 de febrero de 2018

Hoy coincidí con Juan a la salida del cine. Fue un momento. Él se fue al váter y yo seguí con mi hermana y mi cuñado. Me hubiera quedado con Juan, a recordar cómo van los tiempos. A hablarle de la dificultad mayor que tengo con Vertical blues. Y contarle que tengo dos lectoras que casi siempre me ponen un corazón en facebook. Yo miro a ver si hay un me gusta de Belén, de Nguyen sería un milagro ver un siquiera me enfada. Si no fuera por la dichosa novela..., a ver cómo resuelvo la historia que está por debajo del iceberg. Lo que en los primeros borradores se obraba por milagro, la transformación de un hermano en otro --Abel se convierte en caín cuando mata a su hermano Caín; no tanto, porque ni el hermano de la novela es Caín ni el narrador es Abel. Ahora empiezo a ver las raíces de esa transformación. No las raíces según Freud, que también, sino simplemente químicas. El opio. El opio opera en la novela como transformador de la personalidad. Como el bebedizo --Stevenson, sospecho, conocía el opio-- que fabricó el doctor Jekyll (no sé si está bien escrito el nombre del doctor). Bueno, vamos a ser concreto. Una novela no importa tanto por el argumento sino por cómo ese argumento está iluminado. Pasa igual con el cine. Sabes el final pero vuelves a ver la película y te sigue sorprendiendo la sensibilidad, el sentimiento y la razón. El argumento no es otro que una sucesión de aventuras de dos amigos, un inglés peninsular y un canario peninsular, en el que uno acaba matando al otro. Ese uno, el narrador, ya ha cometido prácticamente un crimen (ha matado a su hermano, un personaje inmundo, un dorian grey sin retrato. Bueno sí, ahora veo que tiene que estar ese retrato, no con la fuerza que está en la de Oscar Wilde, sino casi imperceptible. Ya sé. Bueno, pues te dejo y mañana según esté bajo a romper o me quedo por el barrio. Lo más seguro. Cúrate.

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